Era el año 1986, un año de cambios y el inicio de una maravillosa lucha que no terminará sino hasta que ilumine al mundo la eternidad. Aquel fue el tiempo en que conocí a Jesucristo, mi Salvador, mi amigo, por el testimonio sencillo de una mujer que pudo seducir mi corazón para entregarlo a él. Quiero hablar de esa mujer, Isabel Zamora, gran obrera y evangelizadora de la iglesia del Señor.
Nací en Managua, en 1970, en un barrio pobre, poblado de gente sencilla y con diversas características. A mediados de los 70 llegó una familia a nuestra calle, los Solís Zamora, quienes se dedicaban a la música. La matriarca de este hogar era Isabel, quien quedó viuda siendo aún muy joven, y con una carga significativa de ocho hijos por mantener, y un gran corazón para adoptar uno más.
Esta evangelista crio a sus hijos principalmente con la venta de comida por las noches en un puesto, que por acá en Nicaragua, llamamos “fritanga” por la forma en que se preparan los alimentos, friendo la mayoría de ellos. Mi mente viaja unos treinta años atrás y me sitúo en la fritanga de Isabel para comprar plátanos fritos con queso y una ensalada de repollo, (col). En mi mente guardo una imagen de esa mujer frente a la sartén repleta de aceite crepitando por la intensidad del calor y los plátanos que caen dentro para ser servidos una vez que estén listos. Finalizada la jornada, la recuerdo regresando a su casa, unos cincuenta metros después de la nuestra, empujando un carretón de madera con todos sus aperos de cocinera experta.
El Señor la llamó a servirle a finales de los 70, y ella, junto a sus hijos, buscó la presencia del Padre Celestial. Son muy pocas las personas que se entregan a Jesús de todo corazón. Ella fue una. Su entrega fue total. Su disposición a servir en la iglesia y a proclamar el evangelio fue singular. Siempre estaba hablando de Cristo.
En una ocasión que llegó a mi casa, yo estaba detrás de las faldas de mi madre y me aprestaba a escuchar la conversación que sostenía con Isabel, una mujer de edad madura y con un solo tema en su boca: Jesucristo. En un momento inesperado, interrumpí la plática de las mujeres adultas para dar mi opinión o rectificar algo que dijeron, que según yo, era incorrecto. Cuando la visitante salió de casa, un fuerte jalón de oreja me hizo entender que yo había hecho algo que estuvo mal, y seguido, un merecido regaño de mi papá, quien me advertía que la próxima vez que me quedara de boca abierta escuchando las conversaciones de los adultos, me iría mal. Advertencia recibida.
Sin teología, sin vericuetos doctrinales, simplemente con sencillas palabras y carisma sin igual, Isabel podía convencer a las personas de entregarse al Señor. Cuando comencé a frecuentar su casa por el año 86, uno de sus hijos me enseñaba a cantar y tocar un poco la guitarra, con una enorme guitarra de pochote y cuerdas metálicas durísimas, que me sacaron de las puntas de mis dedos unos callos gruesos y dolorosos, de los cuales me jactaba, pues según yo, pronto tocaría magistralmente la guitarra. Los callos me lo confirmaban, aunque nunca me hicieron aprender.
Ella me miraba llegar a su casa, con mi loco afán de convertirme en cantante, mientras en su pensamiento estaba la idea de llevarme a Cristo, y poco a poco, fuimos entablando pláticas sobre vida espiritual y temas bíblicos.
Su acento era bonito, su hablar pausado y con énfasis en aquellas cosas con las cuales quería convencer. Mi mente estaba abierta, recepcionando las ideas sabrosas de aquella mujer. Uno de sus dichos era: “Cristo es como un rico pastel, cuando ponés en él tu dedo para probarlo, querés comértelo todo”. Esa era una teología profunda, dicha de la forma más sencilla posible. Y como yo estaba joven y soltero, también me argumentaba: “si te convertís en cristiano, en la iglesia vas a encontrar una muchacha que te quiera y que nunca te traicione.” También en eso tenía toda la razón, y en realidad, este era uno de sus argumentos que más me gustaba.
Solía citarme Hch.16:31: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”. Me decía que era necesario que primero llegara uno de la familia al Señor para que el resto de la familia también llegara. Para ese entonces la idea me parecía no muy realista, pero Dios tiene más razón que nosotros, y me demostró lo infalible de esa promesa. Creo que el hecho que Isabel me repitiera tantas veces ese versículo, activó en mi vida esa verdad, y permitió, pasados 20 años, que la mayoría de miembros de mi familia se haya entregado al Señor
Al inicio, una, dos, y hasta tres veces me invitó a asistir con ella a la iglesia, y a todas esas invitaciones dije que sí, pero no cumplí con ninguna. Hasta que por vergüenza, a la cuarta invitación, resolví acompañarla. Ella se preparó para llevarme, contrató al taxista de la calle, un señor que tenía un su perol anticuado para trabajar taxeando, un Toyota mil, o de mil años. La cosa es que en el carro mal trecho nos dirigimos a la congregación. Había mucha gente y primero era la clase dominical, luego un receso y enseguida el culto. Mi madre espiritual fue una buena anfitriona, pues se preocupó de atenderme bien: refrescos, algo para comer, delicadeza en su trato, etc. Aquello era toda una obra envagelística.
No puedo recordar lo que pasó por mi mente al regresar a casa, solamente recuerdo que el domingo siguiente estaba nuevamente sentado en las duras bancas de aquel templo, puesta mi mente en dos cosas: criticando a la gente que miraba, y el dolor que sentía en mis posaderas por las benditas bancas que en vez de madera, parecían de acero.
Poco a poco me fui quedando, y un mes después de mi primera visita, el nueve de Noviembre del 86, me entregué a Jesucristo para que me salvara.
A partir de esa noche de entrega espiritual, inicié mis estudios con mi mentora. Ella me prestó mi primera Biblia, una ReinaValera 60, tan pequeña, que cabía en los bolsillos de mis pantalones. Lo primero que leímos fue Santiago. Yo me quedaba maravillado con las explicaciones claras que mi maestra me daba. Santiago era su epístola preferida, y con ella aprendí muchísimo sobre el cristianismo práctico relatado en esta parte del Nuevo Testamento.
Juntos íbamos a campañas, cultos y reuniones de estudios bíblicos. También visitamos a muchísimas personas para hablarles del evangelio. Nos hicimos compañeros para hablar de Cristo, aunque ella siempre llevaba la vos cantante en la proclamación de la palabra. Cuando la visitaba para conversar, me comentaba sobre alguna persona que pensaba evangelizar, y con optimismo me decía que todo era asunto de paciencia, para que “chucuplumm” al agua, refiriéndose al bautismo de las personas, “porque donde pongo el ojo”, decía, “pongo la bala.” Y cuán cierta era esta afirmación. Isabel llevó a muchísimas personas a la conversión.
Jesús dice “los comisioné para que vayan y den fruto, un fruto que perdure.” NVI 1984. La expresión “un fruto que perdure” puede evocar en nuestra mente dos ideas, la primera es que la rama se mantenga de perenne dando frutos, es decir, que produzca permanentemente, y la segunda, que el fruto en sí mismo pueda ser igualmente a la rama, fructífero. Isabel Zamora tenía estas dos características: ganaba almas permanentemente y muchas de las personas que ganó nos hemos convertido en ramas también fructíferas. Incluso, recuerdo que conversé con ella antes que se fuera con el Señor, y en su lecho de enferma me dijo que esperaba restablecerse para predicarle la palabra a una su sobrina, a la cual tenía vista para conducirla a la obediencia del evangelio.
En una ocasión me visitó en casa una sobrina de mi madre espiritual. La muchacha recién llegaba de El Salvador, y me comentó sobre su trabajo en las iglesias del Señor de aquel país. Me pareció una buena obrera espiritual. Finalmente me contó que ella era producto del trabajo evangelístico de Isabel. Caray, pensé, que buen fruto dejó la hermana Zamora. Pero eso no era todo, me contó sobre otras personas que su tía había ganado para Jesús y que en esos momentos se encontraban predicando en diferentes lugares y ganando almas. Isabel no solo evangelizaba, sino que reproducía su espíritu evangelizador en las personas que ayudaba a convertir.
Yo mismo soy un ejemplo de esto. Mi madre espiritual me condujo al Señor en el año 1986, y veintisiete años después, he visto a toda mi familia entregarse a Jesucristo, mis padres y hermanos, sobrinos, hijos, etc. En la actualidad dirijo una congregación, escribo libros y presento conferencias en diferentes congregaciones en la región centroamericana. Antes de morir, Isabel me dijo que se sentía orgullosa de mí y de mi trabajo para Jesús. Sin embargo, debo decir que ella fue la que puso la base para mi ministerio, dándome las orientaciones esenciales de una vida cristiana plena y fructífera.
En el año 2003, mientras me encontraba en el estado de la Florida, recibí una llamada, con la cual se me informaba de la muerte de aquella gran evangelista. Me sentí impotente, al estar lejos, ni siquiera podía asistir al funeral. En ese momento mi mente reprodujo una gran cantidad de escenas en las cuales ella era la protagonista principal: mis inicios en el cristianismo, sus primeras enseñanzas, la mancuerna que hicimos para trabajar por el Señor, las almas que ganamos, y mi última conversación con ella a inicios de aquel año.
Me sorprende la calidad de la semilla que sembró, una semilla que ha producido al treinta, al sesenta, pero principalmente, al cien por uno.
En su honor, dediqué mi libro “El Esplendor Del Evangelio” a su memoria. Al ser este un libro de temas evangelísticos, no hay otra persona más apropiada para ser mencionada como dueña de este mérito:
“A mi madre espiritual “Isabel Zamora”, quien me guio de manera sencilla y comprensiva al camino de Jesucristo. Desde el cielo puede ver los frutos de su siembra”.
En el hipotético caso de que en la eternidad el Señor nos diga: “pasen al frente y llamen a todas las personas que están aquí por ustedes”, cuando Dios llame a Isabel, detrás de ella pasaremos muchos, y tras nosotros, más y más, y más, pues realmente ella fue una semilla que produjo a ciento por uno.
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