Aquella noche que la vi, enferma y debilitada, sentí tristeza. Nunca la imaginé de esa forma. Realmente era otra persona. Los recuerdos que de ella tengo en mi infancia, son de una mujer fuerte, regia de carácter, de gran temperamento. Así era mi abuela, quien se dio a la tarea de criarnos a todos sus nietos, hijos del único hijo que le quedaba. En total tuvo que criar diez. A los ochenta y cinco años el tiempo había terminado con sus fuerzas, y se había convertido solo en un suspiro de lo que fuera treinta años atrás.
Con mi primo, por las madrugadas, salíamos al molino, unas tres cuadras al sur de donde vivíamos, con el maíz para la tortillería con la cual mi abuela ayudaba a la economía del hogar. Aunque era difícil para mí salir en las madrugadas con el pequeño carretoncito y mi primo rumbo al molino, me encantaba el regreso, pues Ramón, así se llamaba él, me traía a buen paso montado en el pequeño aparato rodante, ya con la masa preparada para la faena del día de mi abuela.
Doña Justina, así la llamaban. Era cosa seria discutir con ella. Tengo entendido que se sacó la lotería unas tres veces, y que a su segundo marido le decía “bigotes”. Esa mujer que me crio y ayudó en mi sustento y el de mis otros hermanos, celebraba la purísima cada año el 7 y el 8 de diciembre(1). Era la tradición familiar que ella mantuvo hasta el año de 1988. Ese año, todas las cosas cambiarían por completo en su vida.
Para ese tiempo yo contaba unos 18 años, y una mañana de domingo que volvía de la ciudad de Masatepe de predicar en una pequeña iglesia de aquella comunidad, mi abuela se me acercó y me dijo: “Ya soy bautizada”. Había creído en el Señor. Días atrás comenzó a asistir a la misma congregación donde yo estaba. Para mi alegría, ella se convirtió aquella mañana en la que yo estaba fuera de la congregación. Sin embargo, confieso que me hubiera gustado verla caminar hacia el estrado, pararse junto al predicador, y decir la famosa frase que acostumbramos en la iglesia de Cristo: “Creo que Cristo es el Hijo de Dios.” Recordar ese momento hubiera sido uno de los mejores tesoros en mi mente, pero posiblemente mejor será imaginarlo. Me hubiera gustado verla humilde, sencilla, reconociendo su necesidad de Dios, procurando alcanzar a Jesús de una vez por todas.
Al inicio de su conversión me preocupaba mucho por ella: su vocabulario no había mejorado. Sin embargo, mi madre espiritual, la mujer que me entregó en los brazos de Cristo, tuvo el atino de decirme: “tengamos paciencia con ella, que está comenzando, con el tiempo, todo eso cambiará”. Y cuanta razón tenía mi madre en Cristo. No mucho tiempo después, su carácter, su conducta, su energía se fueron sometiendo al abrigo del Espíritu Santo.
Era muy fiel cada domingo en los cultos. Cuando había la oportunidad, comenzaba a saludar a todos los hermanos que podía. Era muy sencilla, y aunque nunca aprendió a leer, nos demostró que comprendió el mensaje de Jesús.
Sé que me quiso montones, montañas de montones de amor. Creo que fui uno de sus nietos favoritos. Ella y yo fuimos los dos primeros cristianos de nuestra casa. El segundo domingo que decidí asistir a la iglesia de Cristo, me reclamó. Me preguntó que si había decidido convertirme en evangélico. Le dije que no, que solamente me invitaron a estar en aquella iglesia y nada más. Pero en su inmensa sabiduría, Dios sabía cuál era su plan eterno con nosotros. Y allí comenzó una larga lista de conversiones en nuestro hogar.
Me vienen a la memoria los días en los que mi esposa, ella y yo, salíamos los domingos a la iglesia para estar con nuestro Señor. Aunque mi abuela se había comportado como mi enemiga en materia de religión antes de su conversión, terminó siendo mi aliada para lograr la conversión de la mayoría de los de nuestra familia. De eso acá han pasado ya 24 años, sin embargo, el entusiasmo espiritual de mi abuela se mantuvo intacto hasta el último momento.
Para 1995, una grave infección en una de sus piernas, obligó a los médicos a amputarle la pierna enferma. Mientras eso pasaba, yo estaba en Costa Rica con mi familia, y al volver, vi sus lágrimas de alegría al verme nuevamente y abrazarme. Le faltaba una parte de su cuerpo, pero su alma estaba intacta, alegre, sonreía. A pesar de quedarse viviendo en una silla de ruedas, su sentido del humor no cambió, e incluso, algunas veces cuando podía, ayudaba desde su silla en los quehaceres de la casa. Cuando yo llegaba a casa y la miraba sentada, frente a la puerta, me gustaba decirle su nombre completo, Justina María Mejía, y le añadía, “viuda de Valle”, pero ella respondía que no, que aún lo amaba, y que para ella no estaba muerto, que él vivía en su corazón, para luego reírse a carcajadas.
Yo fui bautizado el 9 de noviembre del año 1986, cuando contaba apenas 16 años. Aunque al inicio fue mi fiera contendora en materia religiosa, dos años después de mi conversión, ella fue bautizada para el perdón de sus pecados, aquella mujer que me crio, pero que yo vi nacer desde las aguas bautismales en 1988. Los últimos 12 años de su vida se mantuvo postrada en una silla de ruedas, sin que eso medrara su ánimo y su fe en Jesús. Después que ella se convirtiera, siguió mi madre, mis hermanos, mi padre, y ahora, mis hijos se están convirtiendo, para ver cumplida de esa forma la impresionante promesa que se encuentra en las Escrituras eternas: “Cree tú y serás salvo tú y tu casa”, Hch.16:31.
El 6 de marzo del 2007 se fue con Jesús, y desde ese día he pensado en ella a diario, cómo me amaba, cómo iniciamos la vida cristiana casi juntos, para luego ver al resto de nuestra familia agregarse al reino de Dios. En algunas ocasiones, al llegar a casa, he olvidado que se fue, y hago el intento de ir a saludarla, para recordar casi de inmediato que ya murió.
Muchas personas dicen que cuando estén en el cielo, buscarán allá a sus seres queridos, olvidando que cuando dejamos el cuerpo, lo del mundo ya no importará, ni la familia, ni lo que aquí queda. En la eternidad lo que importará será adorar a Dios. Allá no estaremos buscando a nadie, porque la presencia de Dios nos absorberá por completo. Sin embargo, cuánto desearía que fuera cierta esa idea, y volver a ver su rostro alegre, su cuerpo completo, su vista restaurada y su boca alabando al Dios Santo y sin igual.
De una cosa estoy seguro: por la entrega y conversión de mi abuela a nuestro Señor Jesús, su existencia en la eternidad será una brasa encendida en el incensario de Dios que arderá en alabanza eterna al que vive por todos los siglos.
[1] “La Purísima” es la celebración anual que en Nicaragua se realiza a María, la madre de Jesús, en una especie de adoración a ella. Muchas personas salen todos los 7 de diciembre en pequeños o grandes grupos a cantar por las calles de Nicaragua en altares con imágenes de María que son colocadas en algunas casas de tradición católica. A los que cantan a la imagen se les reparte al final de los cantos golosinas, refrescos y hasta alimentos preparados.
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