Conversando con un compañero de trabajo, le comenté lo felices que se ven muchos niños, a pesar de las circunstancias en que pueden estar viviendo. Aquel hombre me dijo: “Es que cuando uno es niño es cien por ciento feliz”. Esa frase me impactó, y procuré saber por qué.
Mis preguntas me llevaron a mi infancia, a la vieja casona quebrantada por el terremoto del 72, con el pasillo extenso y el árbol de guayaba en el patio, donde, con mis hermanos, jugábamos al circo, construyendo una pequeña carpa con sacos que le quitábamos a mi abuelita. La mañana entera era para jugar y reír, hasta que llegaba la hora de ir a la escuela. Todo esto mientras mi padre trabajaba en el banco de carpintería para darnos el sustento diario, mi abuela en su mesa palmeando tortillas, las que me tocaba ir a dejar una vez que estuvieran listas.
Mi papá en el torno, y yo sentado junto a él, con el famoso libro de primer grado, aprendiendo a la fuerza el abecedario, bajo el escrutinio de mi padre. –Seguí estudiando, chavalo, no te distraigás– me decía constantemente, mientras mi imaginación de niño volaba hacia lo que haría una vez que terminara de “estudiar”.
Después que volvía de la escuela, la alegría era enorme, me quitaba la ropa y los zapatos, como si eran prestados, y me quedaba en calzoncillos, para correr por la calle, y si llovía, seguir corriendo bajo las gotas incesantes, para colocarme en la caída de agua del canal de la casa, donde un fuerte chorro de agua caía y hacía más placentera la mojada.
Por la noche, en la cama, todo iba quedando en silencio, mis hermanos y hermanas acostados, y rendidos de “la gran jornada del día”. De vez en cuando en la noche, me despertaba un “clak, clak, clak” de la máquina de coser, en la que mi madre trabajaba hasta altas horas de la noche, 10, 11, 12 y hasta a la una de la mañana, para levantarse a las 5:00 am, rumbo al mercado y vender lo producido la noche anterior.
Aun recuerdo los consejos de mi abuela, que nos abrazaba con cariño, a pesar de nuestras malacrianzas con ella. Sencillamente nos comprendía y aceptaba tal como éramos. También mi papá nos instruía con consejos, y a la vez nos enseñaba el oficio. Me vuelven a la mente, de vez en cuando, las veces que tenía que acompañarlo a algún trabajo, regresábamos a la casa caminando y siempre sosteníamos pláticas por el camino. Él nunca desaprovechó estas oportunidades para aconsejarme.
Cuando alguien cumplía años, no había piñatas, ni estrenos, ni invitados, pero sí un gran jolgorio por la noche, con una torta, un galón de Eskimo* de fresa o vainilla, y el happy birthday. Eso nos daba energía, y encendía la hoguera del amor en nuestro hogar.
Una vez, mi papá me prometió llevarme al cine a ver “El sorprendente hombre araña”, (1979). Mi ansiedad porque él llegara a la casa, y nos fuéramos, era grande. Cuando llegó le recordé, se alistó y nos fuimos. Al llegar al cine, la película del día no era el hombre araña, pero sí “El niño biónico”. Con pesadumbre miré la película, pero poco a poco me animé. Mi papá se esforzó por cumplir mis expectativas. Y lo logró. Esa noche fue divertida.
Creo que pasamos algunas necesidades, pero no las recuerdo. Ahora tengo mis propios hijos, y sé que ellos también recordarán su hogar, pues de alguna forma, nuestros pies pueden dejar ese lugar, pero no nuestro corazón.
*Eskimo es la marca de helados más popular en Nicaragua.
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